lunes, 14 de mayo de 2007

El relevo presidencial de 2006

En la elección presidencial de 1929, en que resultó victorioso Pascual Ortiz Rubio del Partido Nacional Revolucionario (antecedente original del PRI), la élite política y militar posrevolucionaria se puso nerviosa con la campaña opositora del civil José Vasconcelos. En especial, porque el último candidato que había obtenido una victoria electoral para el mismo cargo, Álvaro Obregón, había sido asesinado hacía poco más de un año. Los poderosos en el poder arremetieron con asesinatos, violencia armada, robo de urnas, etcétera. El remedio fue un resultado tranquilizador de la contienda: Ortiz Rubio con 93.55% vs Vasconcelos con 5.33%.

La siguiente elección presidencial que volvería a poner nerviosa a la élite del poder mexicana fue la de 1940, entre los militares Manuel Ávila Camacho del Partido de la Revolución Mexicana (antecedente inmediato del PRI) y el disidente Juan A. Almazán. Nuevamente el aparato oficial se impuso y el resultado fue un cómodo porcentaje del victorioso: Ávila Camacho con 93.79% vs Almazán con 5.83%.

Seis años más tarde, en la contienda del Ejecutivo de 1946 entre Miguel Alemán del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y Enrique Padilla, la oposición aumentaría su porcentaje de participación en las urnas. Aunque el partido oficial obtuvo un amplio margen en el resultado electoral, éste no fue como antes: Padilla alcanzó un porcentaje record que duraría muchas décadas. Con todo, al ser la primera elección ganada por un civil y realizarse inmediatamente después del final de la Segunda Guerra Mundial, junto con la caída de los regímenes militaristas de las potencias del Eje (Alemania, Italia y Japón), provocó que no se causara la incertidumbre de jornadas anteriores que se realizaban entre militares. El resultado fue: Alemán con 77.77% vs Padilla con 19.29%.

Las elecciones subsecuentes no traerían sorpresa alguna. Incluso la de 1982 fue un mero trámite al no existir un candidato postulado por el Partido Acción Nacional (PAN), institución política que poco a poco se iba convirtiendo en el opositor más importante del partido hegemónico.

La elección de 1988 causó hito en la historia electoral mexicana, cuando el candidato del PRI, Carlos Salinas de Gortari, se enfrentó con un disidente de su partido, Cuauhtemoc Cárdenas Solórzano, quien participó al frente de una coalición de partidos de izquierda bajo el nombre de Frente Democrático Nacional (FDN, que daría paso a la fundación del PRD). La expectación de una candidatura fuerte que competía realmente por la presidencia no tenía precedentes para los mexicanos que la vivían: era única. Las artimañas electoreras del partido oficial con todo el apoyo del poder público ahogaron las posibilidades de la disidencia cardenista, aunque alcanzaría un porcentaje de votos inédito para un candidato de oposición. Lo más grave fue la manipulación de resultados durante la jornada electoral y la caída del sistema de cómputo que mostraría la tendencia de la votación, que llevó a la oposición y a muchos mexicanos a calificar la elección como fraudulenta. El resultado de la elección nunca lo sabremos con certeza, pero las cifras oficiales se impusieron: Salinas con 50.36% vs Cárdenas con 30.88%.

En la elección del año 2000 se alcanzó la alternancia en la presidencia de la República, al obtener Vicente Fox Quezada del PAN una victoria contundente en contra de Francisco Labastida del PRI. Un hecho sin precedente en el país. Asimismo, el candidato que obtuvo el segundo lugar alcanzaba un porcentaje altísimo que solo era atribuible a que el PRI perdía la presidencia por primera vez: Fox con 42.52% vs Labastida con 36.10%

Pero en 2006 el panorama es totalmente diferente. La presidencia contendida entre el candidato del PAN, Felipe Calderón Hinojosa, y el de la coalición liderada por el Partido de la Revolución Democrática (PRD), Andrés Manuel López Obrador, quedó en un final de fotografía. Estadísticamente hablando, el resultado es un empate técnico: Calderón con 35.89% vs López Obrador con 35.31%. Y si el ambiente anterior a las precampañas fue conflictivo, si las precampañas fueron duras y si la campaña fue una guerra de descalificaciones, la poscampaña sería todo menos pacífica.

Si en el pasado a un candidato que obtenía el 5.33% de los votos se recordaba que le habían robado las elecciones a balazos, si a otro con el 30.88% le habían hurtado el triunfo con la “caída del sistema” de cómputo y demás prácticas de alquimia electoral. Con el 35.31% de los votos, a menos de un punto porcentual del triunfo, después de una campaña desgarradora ¿no habría habido fraude electoral? Ya sea la respuesta afirmativa o negativa, la inexistencia en el marco legal mexicano de una segunda vuelta electoral impide la solución de la disyuntiva actual por medio de un cause que anule cualesquier duda. A falta de esta solución, la duda subsiste y al subsistir obtiene consistencia, especialmente entre quienes apoyaron al candidato que no ganó por pequeñísimo margen.

Y entre la percepción de ganar o no una contienda electoral, independientemente del porcentaje de votos, ya fuera un 5.33% o un 35.31%, está la estabilidad de la nación o la revolución (en su sentido literal de una evolución acelerada). Quienes ganan la elección en un proceso competido, obtienen su legitimidad a través de ese mismo proceso, aunque sea por un solo voto (independientemente de cómo fue obtenido); por lo tanto, la estabilidad de la nación es directamente proporcional a la estabilidad de su gobierno. Por otro lado, quienes pierden el proceso electoral, su lucha por sus objetivos solamente puede continuar tras el final del período electoral aceptando o no su derrota. Si la aceptan, coadyuvan a la estabilidad de la nación y del gobierno en turno, obteniendo por acuerdos políticos avances paulatinos, acompañados de retrocesos, en la conquista de sus ideales y/o postulados; siempre con la esperanza de poder ganar en la siguiente elección. Si no la aceptan, solamente podrán alcanzar sus objetivos a través de la revolución, ya que el sistema electoral en que compitieron no se los puede permitir de otra forma. Su éxito entonces se circunscribe a si se podrán imponer o no por la fuerza a la nación.

México termina así el año de 2006 en vilo ante el desconocimiento de Andrés Manuel López Obrador del resultado de la elección en que compitió, bajo las reglas que él aceptó tácitamente con el solo hecho de participar. Quien participa en un proceso electoral va ha tener tarde o temprano que ganar o perder. Al desconocer su derrota en las urnas busca su victoria por medio de la imposición de su voluntad, aún en contra del estado de derecho de la nación. El resultado vendrá después, ganará imponiéndose o perderá imponiéndose el gobierno, a menos que la guerra se estanque y dure hasta la próxima elección de 2012.

(Texto original del 17 de noviembre de 2006)

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